«No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte: tampoco se enciende una vela para meterla debajo de un celemín, sino para ponerla en un candelero, y que alumbre a todos los de la casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»

Mateo: 5, 13-16

Hace más de 5000 años, la civilización egipcia encendía la llama de la primera vela.

Desde entonces, cuando las velas apenas eran sencillas ramas embadurnadas en sebo derretido de buey o cera de abejas, hasta ahora, fabricadas con parafina gracias al descubrimiento del petróleo en 1850, su luz ha acompañado al hombre a lo largo de los siglos.

Además de la egipcia, existen evidencias de múltiples civilizaciones primitivas que habrían desarrollado velas elaboradas a partir de diferentes ceras de resinas de plantas y derivados de la actividad insectívora. Es el caso de las primeras velas chinas, moldeadas en tubos de papel de arroz, enrollado para la mecha; y cera de un insecto oriental combinada con semillas. Otra opción, como la de Japón, era extraer la cera de los frutos secos. En la India, sin embargo, se obtenía hirviendo el fruto del árbol de la canela.

Empleadas en sus orígenes como medio para iluminar hogares o servir de guía a los viajeros; en la actualidad, el uso de las velas se relaciona en gran medida con rituales y ceremonias religiosas. Algunos de ellos, como el Hanukkah (Festival judío de las Luces, 165 a. C.), cuentan con una larga tradición cuyo eje central se sustenta en la propia iluminación de las velas. Este vínculo religioso se manifiesta también a través de diversas referencias bíblicas y en hechos históricos como la instauración del uso de las velas durante el servicio de la Pascua, decretada en el siglo IV por el emperador Constantino.

En busca de la pureza

Hasta la Edad Media, la mayor parte de las culturas occidentales primitivas basaban su producción de velas en el empleo de la grasa animal. Solían ser fabricadas por artesanos que viajaban de casa en casa, empleando la grasa de la cocina que sus propietarios almacenaban con tal propósito, o bien se comercializaban en las humildes tiendas gremiales.

La introducción de la cera de abeja como materia prima traerá consigo una serie de mejoras respecto al sebo, siendo las principales la reducción del humo y la emisión de un olor dulce durante la quema. Considerada un lujo por su elevado coste, su uso se reservaba a la clase alta y al ámbito eclesiástico.

Un nuevo mundo

Con el descubrimiento de la posibilidad de hervir ciertas bayas para obtener una cera de olor dulce que ardía limpiamente, este tipo de luminarias experimentaría cierto grado de popularidad; rápidamente oscurecida por su tedioso proceso de extracción.

A finales del siglo XVIII, el crecimiento de la industria ballenera impulsaría el primer gran cambio en la fabricación de velas desde la Edad Media. Como ocurría con la cera de abejas, la nueva cera de las espelmas, obtenida de la cristalización del aceite del cachalote, no producía mal olor al quemarla; y al poseer mayor consistencia que el sebo, no se ablandaba ni doblaba con el calor.

Refinamiento y expansión

En la década de 1850 se introduce la cera de parafina, producto de un largo proceso de refinamiento. De color blanco azulado e inodoro, se quemaba limpiamente y resultaba más económica que cualquier otro combustible para velas. Superada su única desventaja añadiéndole ácido esteárico más duro para contrarrestar su punto de fusión bajo, se impondría al resto de competidores.

Símbolo de tradición

En la actualidad, el uso de velas y veladoras se enfoca principalmente a actividades lúdicas y de carácter ritual. Desde Profina es un orgullo haber sido el lazarillo de la ilusión de las familias de México durante más de 40 años, y poder seguir ofreciéndoles a nuestros clientes una amplia gama de productos con los que mantener viva la llama de su esperanza.