Pertenezco a una generación que aún utilizaba las velas para iluminar su vida. Es cierto que ya había electricidad, pero demasiadas veces, el suministro fallaba, se cortaba o era tan pobre y débil que la luz eléctrica funcionaba cuando y como quería. Y si no quería, no había más remedio que acudir a las típicas velas para poder ver, para iluminarlo todo, iluminar el mundo, para no estar en la oscuridad. Hubo un tiempo en el que las velas eran la única fuente de iluminación en los locales, las casas y todas las estancias con techo. Todo se iluminaba con velas, velas que se ponían y sujetaban en candelabros, apliques, palmatorias, lámparas, lamparillas y otros objetos diseñados y pensados específicamente para no tener que sujetar las velas con las manos, lo que no era ni práctico ni recomendable, porque podías terminar quemándote con la cera que se iba derritiendo según se consumía la vela. Era una época donde las velas eran la luz que iluminaba el mundo.

Recuerdo cuando era niño y vivía en Texcoco. Mi casa estaba muy cerca de una fábrica de velas. No era nada raro que muchas veces tuviera que ir con mi abuelita Juliana a comprar velas allí. Siempre había que tener velas en casa por si se iba la luz y había que recurrir a las velas, y aunque había muchas marcas y sitios a los que ir, siempre buscábamos las que mi abuelita tenía siempre prendidas en casa. Que se fuera la electricidad de casa nos enfadaba mucho porque ya no podíamos escuchar la radio o ver la televisión, pero recuerdo que a mi primo Quique y a mí nos encantaba cuando se cortaba la electricidad en casa y había que poner las velas. No sólo daban una luz mucho más cálida y acogedora, también disfrutábamos mucho observando cómo se balanceaban las pequeñas llamas. Mirábamos encandilados cómo la cera que se iba derritiendo según el fuego la consumía, caía vela abajo y formaba pequeñas figuritas que nos sugerían imágenes y formas suaves y redondeadas a las que mi primo y yo poníamos nombre. Jugábamos a eso que sólo se puede jugar viendo arder una vela. Era un juego de último recurso, de resignación, no nos engañemos, pero la vela nos reunía a todos a su alrededor y creaba, sin nadie saberlo, la sensación de un hogar.

Las velas también tuvieron una gran importancia en mi vida cuando era monaguillo y participaba en los ritos católicos. En todas las iglesias en las que ayudé, las velas jugaban un papel fundamental y no solamente para iluminar el templo. Delante de muchos santos e imágenes había un soporte en forma de atril que hacía de candelabro. Estaba lleno de velas donde los feligreses, junto con una pequeña donación que ayudaba a financiar las actividades de la parroquia, encendían una vela o dos a su santo o santa favorita, normalmente para pedirles algo. Encendiendo esas velas algunos creían que su ruego se iba a cumplir antes y mejor, depositaban su fe y mejores deseos en una pequeña llama. Luego estaban los cirios, que siempre me impresionaron mucho por lo grandes y pesados que eran, a veces hasta me asustaban.

A lo largo de mi vida las velas siempre han estado ahí, ya fuera como confiable herramienta de emergencia, o como foco de la fe. Por eso, quiero recordar en el Día Mundial de las Velas que debemos seguir llenando el mundo de farolitos para que esa luz siga haciendo brillar la ilusión en el mundo.

«Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una colina no puede esconderse. No se enciende una lámpara para cubrirla con un cajón. Por el contrario, se pone en la repisa para que alumbre a todos los que están en la casa. Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo.» – Mateo 5:14-16.